LOCOS POR LA LIBERTAD. La reforma psiquiátrica en Zaragoza.
El País, domingo 19 de junio de 1984: “La heroína, un viaje sin retorno”.
El País, domingo 19 de agosto de 1984: “Locos por la libertad. El gobierno socialista tiene paralizada la reforma de la asistencia psiquiátrica que inició la izquierda bajo el franquismo”.
El primero de éstos titulares, casi simultáneos, habla para mí del final de una etapa, la de la energía desplegada en buscar alternativas a los valores que se nos imponían, las reuniones, los carteles, el correr y pasar miedo y disfrutar, estaban terminando.
El ansiado cambio, la transformación social que nos iba a cambiar a todos haciéndonos más libres, más solidarios, más felices, se había quedado en una democratización descafeinada.
Habíamos pasado de nuestros padres, que en su mayoría no entendían nada de lo que hacíamos, para poner toda nuestra confianza en nuestros compañeros y amigos. Y los amigos… estaban hechos polvo: la desilusión llevó a muchos de mis amigos primero a dejar de pelearse por nada y después a competir para ver quién iba a ser el más amado por los dioses .
Ahora nos habríamos puesto todos a tomar prozac, pero entonces eso estaba mal visto, así que había que tragarse la frustración y seguir adelante o tirarse a alternativas que, entonces no estaba tan claro, pero eran suicidas.
Tuve la sensación de que había sobrevivido por los pelos, que de manera milagrosa la desilusión no me había arrastrado tan lejos, siempre fui una pesimista.
Sin saber muy bien cómo, había seguido estudiando medicina, siempre con la idea de hacer psiquiatría, quizá porque intuía que trabajar en ese campo podía mantener viva en mí la sensación de seguir luchando por promover cambios que tuvieran una cierta trascendencia social. Podía ser la forma de soportar más estoicamente la realidad tal como era respecto a nuestras expectativas iniciales y de no encerrarnos en nuestra cotidianeidad, que todos los días venía marcada por la pérdida de los que más habíamos querido.
Aunque muy de lejos, los que nos interesábamos por estos temas habíamos seguido las reformas vinculadas a los avances políticos y sociales europeos en los años 60 y 70. En esos años, las denuncias de psiquiatras y sociólogos europeos y americanos sobre las condiciones de vida de los internados en los manicomios, que no sólo no eran espacios terapéuticos sino que eran lugares donde la sociedad abandonaba en pésimas condiciones a las personas con conductas “anormales”, dio lugar primero a iniciativas aisladas de reforma y después a un verdadero movimiento.
La ley 180 italiana, propiciada por Franco Basaglia, era entonces un símbolo de cómo un movimiento social puede conseguir una transformación real. Las denuncias sobre las condiciones infrahumanas de los manicomios y el trabajo cotidiano para su transformación, primero, y su práctica desaparición después, y la reproducción de estas experiencias en varias ciudades del norte de Italia propiciaron, con sus luces y sombras, una reforma que cerró de hecho los hospitales psiquiátricos y obligó a la creación de estructuras alternativas de atención a los enfermos en la comunidad.
Aunque mi exigua beca, conseguida al terminar la carrera, me destinaba a Roma, y aunque los seis meses que estuve allí fueron de vida bastante agitada, no perdí la ocasión de ir a Trieste, el símbolo de la reforma, donde pude comprobar sobre el terreno que lo que habíamos defendido desde la ideología se podía hacer, que con la convicción y el trabajo se podía conseguir que los enfermos mentales volvieran a salir a la calle, a vivir de nuevo en sus casas.
Con una mirada retrospectiva, hay que decir que, en muchos casos, los esfuerzos voluntariosos de personas luchadoras, convencidas de la necesidad de batallar por la conquista de los derechos de los “locos”, no eran contradictorias con intereses políticos y económicos que veían en los manicomios estructuras caras de rehabilitar y mantener y que además estaban situados, por suerte para ellos, en zonas de las ciudades antes alejadas y ahora muy apetecibles urbanísticamente. Cuando, ya en Zaragoza, defendíamos con pasión el argumento “no es más caro que los locos estén en la calle” para convencer a los administradores de tomar medidas para terminar con la situación en que aquellos se encontraban, no sabíamos hasta que punto estábamos dando en el desgraciado clavo.
La barrida que el franquismo había realizado con la exclusión de los profesionales rojos se dejaba sentir en la evolución de la asistencia psiquiátrica. Al contrario que en el resto de Europa, los intentos de algunos profesionales durante la dictadura habían dado lugar a represalias inmediatas que habían paralizado cualquier posibilidad de reforma. Los manicomios eran todavía, en los años 70 y 80, reductos de lo peor del siglo XIX.
La Ley General de Sanidad, promulgada por el PSOE en 1986, que era una versión más tímida -y redactada ocho años después- de la ley italiana, abrió la puerta a la posibilidad de las reformas, si bien los resultados sólo han empezado a materializarse mucho tiempo más tarde.
Los intereses cruzados aparecían también, como era de esperar, en Zaragoza; el antiguo hospital psiquiátrico era como los demás. Creado en el siglo XIX bajo principios entonces humanistas de fundar instituciones específicas que trataran a los enfermos en un ambiente de paz y aislamiento terapéutico, había sido durante más de un siglo escenario y símbolo de la marginación de personas con conductas socialmente desviadas. La locura se mezclaba estrechamente con la miseria, y, como planteaban los denostados antipsiquiatras, el internamiento de por vida no sólo no mejoraba a los pacientes sino que cubría a todos con un barniz institucional: las personas se convertían en débiles reflejos de sí mismos, en seres prácticamente inanimados, sin deseos ni expectativas.
En estos años, los que formamos parte de movimientos alternativos en los 70 y 80 y nos vinculamos al trabajo con “los locos”, hemos podidos ser partícipes, más o menos protagonistas, de las reformas que han limado los aspectos más cargados de violencia en el trato a los enfermos mentales.
Las experiencias de reforma de Luesia, del psiquiátrico de Huesca, la polémica remodelación del psiquiátrico de Zaragoza, fueron hitos en los que los participantes, sin darse cuenta, eran protagonistas activos del fin de una institución inhumana.
Quiero detenerme en uno de los episodios de la reforma psiquiátrica en Zaragoza, que tuvo lugar a finales de los años 80 y que condensa especialmente sus contradicciones: El Hospital Psiquiátrico de Delicias había pasado de las afueras a estar situado en uno de los puntos más apetecibles del ensanche de la ciudad. En este marco, la tentación de la administración era responder a las legítimas aspiraciones de los vecinos, que vivían en un barrio obrero típico del desarrollismo español, carente por completo de zonas verdes, servicios y espacios para la convivencia, y satisfacer sus propios intereses especulativos, “eliminando” al eslabón más débil y desprotegido -los enfermos- en aras, para más paradoja, de los intereses de la “reforma psiquiátrica”. Como en otras comunidades autónomas, esta posición fue incluso defendida por profesionales comprometidos que aún no habían entendido que terminar con el manicomio no era simplemente cerrar el centro o cambiar el nombre, sino emprender un trabajo arduo de transformación, que incluía la máxima reducción de camas de tipo hospitalario, pero que debía ser necesariamente acompañado de la creación de estructuras para apoyar a los enfermos en la comunidad, y que éstos serían de nuevo excluidos, mandados literalmente al extrarradio si no se defendían los terrenos existentes.
No extraña, en ese marco, el titular del Heraldo de Aragón del 17 de marzo de 1987 “Los enfermos psíquicos declarados de “interés social” (sic).
Afortunadamente, los vecinos por una parte, los profesionales por otra y valiosos integrantes de la administración, fueron capaces, como escasas veces en esta ciudad, de llegar a un acuerdo que permitió seguir avanzando en la reforma.
Desde los 80 hasta ahora hemos visto como, progresivamente, el necesario debate entre reforma o desaparición del manicomio, se ha visto sustituido por el trabajo en la construcción de servicios alternativos que ofrecieran apoyo a los enfermos mentales para seguir viviendo en la comunidad.
Creo que es realista decir que entre todos hemos mejorado las condiciones de vida de las personas con problemas de salud mental, los centros psiquiátricos se han reducido y la asistencia se ha hecho más humana; que hemos creado, estamos creando todavía, una red de apoyo para personas con problemas de salud mental; que la vida que estas personas llevan es, en general, más soportable.
Los enfermos con los que hemos trabajado y trabajamos todavía vieron en su día estos intentos de reforma desde muchos puntos de vista, tomé notas de los comentarios de algunos de ellos ante nuestros filantrópicos intentos de que retomaran su vida fuera del psiquiátrico:
F.T.M. 40 años: “Yo estoy muy loco, ya estoy muy mayor, me faltan dientes y no tengo fuerzas para ir dando tumbos otra vez. Me acuerdo cuando la reforma psiquiátrica, que estaba L., muy liberal pero me echó a la calle, el auxiliar J. me esperaba en la puerta del pabellón de agudos y M. me dio una lista de pensiones, “vete a la que más te guste” (…) En cuatro años me duché tres veces, la cabeza se me iba (…) no quiero volver a eso, yo me quedo aquí”.
C.P.R. 55 años: “Vengo a solicitar el traslado a la zona geriátrica como paso previo a hacerme carmelita descalzo”.
Eran sabios y experimentados, y no se fiaban para nada ni de nosotros ni de la administración. Habían sido encerrados contra su voluntad en su juventud y treinta años más tarde, cuando ya estaban hechos a todo y dentro de lo que cabe se empezaba a vivir mejor en el manicomio, venían unos jovencitos a convencerles de que fuera se estaba mejor. Algunos, después, han visto que sí, que esta vez iba en serio, que se podían fiar y no les íbamos a dejar colgados. Y que era verdad, fuera se estaba mejor.
Desde mi experiencia personal, he de decir que en mi trabajo tuve la suerte de encontrar alguna persona que desde el mundo de la política, que ya no era el mío, asumió con valentía que había que cambiar las cosas. Buscando en el barrio que me rodeaba una comunidad que facilitara la integración del psiquiátrico, tuve la suerte también de encontrarme con las asociaciones del barrio de Delicias; algunos de sus miembros ¡habían estado también en Trieste! y a su vuelta habían defendido un parque para todos, del que locos y otros vecinos disfrutaran en compañía.
Tuve, y tengo todavía, el privilegio de trabajar con otros integrantes de la red social del barrio, los de CODEF (Centro Obrero de Formación), gente admirable que había también sobrevivido a todas las resacas y cuya ilusión era ya inasequible al desaliento
Y quiero pensar, en eso soy optimista, que mi presencia en el psiquiátrico ha facilitado su tarea a personas que entraron para cambiar las cosas y estaban luchando en minoría, y a aquellos que vieron que podían hacer de su trabajo algo más humano.
Liberación, 20 de noviembre de 1984: “El manicomio nunca muere”.
“La tenaz persistencia del manicomio hace dudar del supuesto anacronismo en una sociedad que, según se dice, se encamina hacia la democracia plena y el progreso, pero que de hecho tiende a responder con la intolerancia, el autoritarismo y la censura ante las actitudes disidentes que se generan en su seno” Enrique González Duro.
Las personas con trastornos mentales siguen corriendo grave riesgo de convertirse en marginados de la sociedad.
Muchos enfermos mentales no están en condiciones de realizar demandas consistentes de ayuda ante el sistema sociosanitario, un sistema en el que las predicadas actuaciones de promoción de la salud siguen siendo un aspecto marginal, y en el que se ha ido consolidando una política de atender más a los ciudadanos cuanto más válidos e insistentes sean en sus peticiones de atención, dejando en un segundo plano a personas que precisamente por estar en peores condiciones no son capaces de realizar demandas tan firmes (a no ser que su sufrimiento perturbe el orden social).
Cuando la ayuda es ofrecida, está muy contaminada por el interés de la industria farmacéutica por los tratamientos farmacológicos a largo plazo. Ahí sí que las personas con trastorno mental se convierten en focos de interés y la respuesta puede ser ofrecer como alternativa exclusiva la medicalización de su malestar, a veces a dosis que limitan gravemente su vida.
De nuevo se corre el riesgo de volver a marginar, aunque sea de manera más capilar, a individuos considerados como de escaso valor desde una sociedad en la que se nos mide y valora por nuestra capacidad de consumo.
Hay mucha formas de marginar: la utilización sensacionalista por la prensa de los escasos delitos cometidos por enfermos mentales, la transformación de los malestares en etiquetas a las que se dan como única solución la correspondiente pastilla. Y la actual trasformación conlleva riesgos, por ejemplo, que la encomienda de la gestión de los servicios que deben apoyar su integración sea realizada a empresas que se transformen poco a poco en fines en sí mismos –no es una fantasía, no hay más que ver las condiciones de otros marginados, los ancianos, en muchas residencias, y la venda en los ojos social ante estas situaciones.
Respecto a la repercusión que los movimientos alternativos en psiquiatría han tenido en estas últimas décadas, coincidimos con Bleger, eminente psicoanalista argentino, en que la ideología demuestra su utilidad cuando se usa, y que estos movimientos (sostenidos no solo por profesionales de la salud mental sino por un complejo movimiento social) han hecho más por los enfermos mentales de lo que se atribuye el nuevo discurso cientifista y tecnocrático, en este olvido actual que, como dice el poeta, está lleno de memoria.
Carmen Ferrer