LA LUCHA POR EL ARAGONÉS O LA CAÍDA DE UN IMPERIO
Los padres agustinos de mi colegio eran mayoritariamente castellanos, con alguna excepción como el padre Jorge, que había llegado desde el Perú para traer la palabra de Dios de vuelta a la madre patria.
Dios; nuestro Dios, se había hecho hombre y había nacido en Belén, aunque luego decía ser de Nazaret. Pero, en realidad, era español, como había demostrado años atrás (1964) ungiendo la testa de Marcelino para infligir un histórico gol a los soviéticos.
Dios siempre había ayudado a España; contra el romano, contra el moro y contra el comunista, con lo cual era de suponer que Él debía de tener un buen dominio de la lengua española. Pero no de cualquier lengua española, sino de la «lengua del imperio»; el mismo imperio que conducía al Padre. Se iba «por el imperio hacia Dios», al que se accedía -efectivamente- por «rutas imperiales» perfectamente balizadas con banderas rojigualdas y rótulos en español. Todo cuadraba. «Si eres español, habla la lengua del imperio» rezaba la propaganda oficial de la posguerra.
Yo sabía muy bien quién era Dios, pues gracias a nuestro dominio de la lengua castellana entablaba conversaciones nocturnas con Él que siempre comenzaban con un «Jesusito de mi vida». También sabía quiénes eran Viriato y el Cid (que según los curas castellanos era un héroe, pero luego me enteré de sus trápalas y alianzas con la morisma contra los aragoneses), pero el año que muere Franco jamás había oído hablar del Justicia de Aragón, por más que hubiera pasado decenas de veces por su vetusta estatua.
Era 1975 y Florencio Solchaga nos anunciaba en blanco y negro con cara circunspecta que el Generalísimo estaba a punto de reunirse con el Altísimo. Reunión notabilísima e importantísima, sin duda. Momento de gran emoción que me tenía confundido…mientras muchos taxistas preparaban crespones negros para colgar en las antenas de sus milquinientos también negros, mis hermanas – rojas ellas – escuchaban encantadas la última hora de Radio París esperando el desenlace.
Todo era muy agobiante. La vida de la calle -igual que la tele- era también en blanco y negro, y entre los grises (policías armadas, que así se llamaban) y las sotanas oscuras, uno ya iba soñando con liarse con una hippie californiana vestida con faldas de colores. Recuerdo bien la letra de una canción que sonaba en la radio: «..tenemos que irnos de aquí a un sitio nuevo y muy lejano…hay otra tierra – niña – para ti…». Había que hacer algo, el cambio estaba a punto de suceder. La testosterona pujaba por salir entre un maremágnum de omnímodos mandamientos que se resumían en uno sólo: «No cometerás actos impuros». El volcán rugía y a las primeras erecciones (que entonces confundíamos con el amor) siguieron las primeras elecciones.
En el verano del 76 todo estaba listo para el gran cambio. Yo estaba de vacaciones en Biescas (que entonces era un pueblo bonito) y pasó lo que tenía que pasar. Allí llegó…¡Francho Nagore! a dar uno de los primeros cursos de aragonés de la historia.
«Curso de aragonés. Dende o diya..»…Curso…¿de qué?…¿Aragonés? Yo tenía trece años, una auténtica esponja, y Francho nos lo enseñó todo. De repente, una ventana a un mundo nuevo al que me asomé lleno de entusiasmo. Aquellas montañas tan hermosas del Pirineo escondían un gran tesoro que estaba a punto de empezar a descubrir.
Fueron unos días gloriosos; una orgía de emociones que culminó en un recital con la presencia de La Bullonera, Joaquín Carbonell y Labordeta. Las sopetas (melocotón con vino) y el chute hormonal propio de la edad contribuyeron a sublimar aquel momento de metamorfosis gloriosa.
En aquellos meses era como si hiciera una pira en la que quemaba viejas banderas y catecismos para sustituirlos por nuevos y flamantes iconos. Por primera vez me vi con una bandera aragonesa en la mano que mi madre nos había tejido con todo cariño, siguiendo las instrucciones de mi hermano Chesús y mías. Aún recuerdo perfectamente que veníamos de una badina del Gállego exhibiendo nuestro estandarte, cuando un señor nos espetó: «Iros con esa bandera a vuestra tierra». Le respondimos que ya estábamos en ella, pero por si acaso nos documentamos para saber si aquello, realmente, era la bandera de Aragón. Para nuestra sorpresa descubrimos que le habíamos puesto una barra de más, contingencia que fue rápidamente solucionada con unas tijeras.
Pero lo más emocionante era poder manejar una lengua que tenía por nueva para mí pero que, al mismo tiempo, ya la llevaba dentro. Supe entonces que cuando hablaba de encorrer, garrampa o esbarizar estaba reviviendo os calibos de una lengua que todavía subsistía en la ignominia. Aquella lengua -el aragonés- lo mismo me sirvió como antídoto contra las ensoñaciones imperiales que me ayudó a descubrir mis orígenes y a comprender mucho mejor mi entorno.
Todo hubiera quedado en una excitación pasajera sino fuera porque en aquel tiempo conocí los desolados lugares del Sobrepuerto, los mismos que años más tarde inspirarían a Julio Llamazares en su «Lluvia Amarilla». Entonces comprendí que la sociedad sobre la que había florecido el aragonés se estaba desmoronando delante de mis ojos. Se nos iba de las manos una lengua, pero también una forma de entender la vida y de relacionarse con el entorno.
A lo largo de los siguientes años, ya de vuelta en Zaragoza, busqué con avidez por la biblioteca de casa. Mi padre, que era aragonés y buen lector, tenía en su biblioteca el diccionario de voces aragonesas de Borau y también -recién adquirido- el mítico diccionario de Rafael Andolz.
El padre Andolz era cura, pero su Dios era mucho más polígloto que el de los padres agustinos y su diccionario marcó un antes y un después para mucha gente que bebió y se nutrió de su obra. Entre ellos un tal Fernando Romanos que contactó conmigo no sé cómo para fundar la Cholla Chubenil d’a Fabla. Al poco tiempo, Fernando, asesorado por algunos, decidió cambiar lo de Chubenil por Chobenil y – más tarde- lo de Cholla por Colla. Su órgano de expresión fue una humilde revista llamada Rebellar (despertar) de la que se editaron apenas media docena de números y que se definía como «apolítica» y «nacionalista». Años más tarde (1982) nacería el Ligallo de Fablans de l’aragonés, retomando (ya con más madurez) el trabajo de la Colla.
Volviendo a finales de los setenta; eran momentos de desconcierto y de dar «palos de ciego», pese a que ya existían entonces algunas luminarias como el Consello d’a Fabla Aragonesa, creado en 1976 en la ciudad de Uesca y capitaneado por el ya mencionado Francho Nagore. El propio Nagore publicaría un año más tarde la primera gramática del aragonés así como su obra «Cutiano agüerro». Pero Uesca se nos antojaba entonces un lugar lejano y había que centrarse en nuestra querida Zaragoza.
Muy pronto supimos lo que era predicar en un desierto de más de medio millón de almas, muchas de ellas venidas del mundo rural hacía apenas 20 años pero que ahora vivían totalmente de espaldas a él. Supimos que nuestro proverbial carácter acogedor parecía ir de la mano de una negación de nuestro pasado, nuestra historia…nuestra lengua. En fin, de una falta de orgullo por lo propio que nos tenía perplejos. También aprendimos aquello de que «los extremos se tocan», cuando militantes del Partido Comunista de España-marxista leninista (PCE-ml) nos dedicaron epítetos similares a los escuchados días antes de unos individuos de la extrema derecha.
Se nos llamó de todo y así fue como algunas de nuestras acciones (como la de «rebautizar» en aragonés alguna calle) fueron mal vistas por mucha gente. Bien es cierto que nuestra vehemencia chobenil nos empujó alguna vez a actuar con más corazón que cabeza, pero nuestras reivindicaciones fueron siempre pacíficas. También podemos decir en nuestro descargo que, al menos, nuestras empanadas mentales nunca fueron del calibre de las de aquellos que estaban convencidos de que Albania era el paraíso.
De hecho, nuestro discurso, con algún matiz, sigue hoy vigente treinta años después. Ahí seguimos…dando mal. Porque aunque no consigamos cambiar el curso de la historia, al menos sí hemos cambiado el de nuestra historia propia personal con ese patrimonio de felicidad que otorga el conocer y querer una lengua.
Francho Beltrán Audera